miércoles, 11 de mayo de 2011

Pequeñas historias aleatorias I: Nieve

Me dirigí camino a la estación. La ciudad relucía en blanco por la nieve mientras los copos deslizaban frente a las fachadas, casi flotando en el ambiente. Los pasos de las personas quedaban marcados en la acera por sus huellas, como si la calle fuera testigo de las rutas de sus transeúntes. Como si se guardara para sí un recuerdo de la gente para los momentos de soledad.

Llegué justo a tiempo. El tren esperaba con la locomotora en cabeza, expectante ante el camino que le deparaba. Tras adentrarme en el vagón, comprobé que mi asiento estaba localizado en fila única. Cuánto agradecí mi suerte en ese momento. Prendí un pequeño puñado de tabaco en la vieja pipa que siempre me acompañaba. Esa sería mi única compañía durante el viaje (Y tampoco echaría en falta ninguna otra). 

Y tras un fuerte silbido la maquinaria comenzó con su baile con un ligero murmullo. Los engranajes hacían su trabajo con una facilidad pasmosa, formando todo parte de un juego mecánico ideado por unas mentes brillantes. Las ruedas rodaban sobre los raíles y poco a poco comenzamos a movernos con velocidad. Antes de darme cuenta ya estábamos abandonando la ciudad, dejando atrás el bullicio de las calles, los edificios y las gentes para dar paso a la ligereza del campo y de la montaña. 

Cerré mis ojos, me abandoné ante el movimiento para dejar la mente en blanco. Solo pude pensar en ella. Al fin y al cabo estaba sentado en ese instante por ella.


Tic, toc, tic, toc. Solo restan dos horas de viaje

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