viernes, 11 de noviembre de 2011

Canción de despedida

Caminamos por la playa, a la orilla del mar. Mis pies descalzos querían sentir el mar y el rugir de la marea. Puede que para distraerme y sobrellevar lo que vendría.

La tarde era propicia. Un sol profundo se reflejaba en el oleaje haciendo que todo adquiriera un tono naranja. La costa se perfumaba por la brisa que acercaba el salitre. Entre el murmuro de los niños gritando en la orilla y el suave romper de la marea nos alejamos.

Sí. Nos tumbamos en la arena.





He de decir que estabas realmente guapa. Pocas veces te vi tan bella. Eso precisamente no ayudaba. Como tampoco lo hacía el reflejo del sol en tus ojos, en tu mirada triste. Pronto adivinaste de que se trataba.

Pocas palabras surgieron. Todo ello basura necesaria y precisa (Que no preciosa) para nuestros corazones. 

Te abracé. Tú también temblabas al abrazarme, tanto como yo.

-No llores por favor.

Pasaron varios minutos de tiempo vacío. Tantos que el tiempo se paró lo suficiente para verte una última vez y recordar como habías sido hasta entonces y lo que pasarías a ser a partir de ese instante.

Solo pude evocar una falsa sonrisa que ahogaba mis ganas de llorar.

Esa preciosa canción que tanto gustaba perdió la voz. Acabó siendo algo instrumental que me acompañó durante mucho tiempo. Así, de esta forma, lo que empezó como la mayor sinfonía de la historia terminó con una canción de despedida. El piano sin ti duele como una aguja con el pulsar de cada acorde.

Esta es una historia sobre la culpa. Aquella que hizo que todo terminara. Exacto, esa misma. Esa culpa que siempre tuviste (O que yo te atribuye) y que, de un día para otro, pasé a sentirla como propia y la transformé en arrepentimiento.

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